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lunes, 15 de julio de 2013
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El exilio republicano español en Cuba



Federico Álvarez acaba de publicar en México su primer tomo de memorias, centrado en su infancia y juventud. Toda autobiografía, sobre todo cuando se emprende a una edad avanzada, aspira a encontrar respuestas para algunas interrogantes fundamentales, en especial al tratarse, como sucede en su caso, de una existencia perturbada por la acción violenta de la historia. Rodeado de buenos amigos en Cuba, Federico fue uno de los tantos niños de la guerra de España. Más afortunado que otros, no conoció la orfandad y pudo, al cabo, reconstruir un hogar en La Habana. Puede, entonces, preguntarse con todo derecho hasta qué punto las peripecias de su vida han estado sujetas a un determinismo inescrutable o si, en cambio, tuvo la posibilidad de forjar un proyecto individual. Universalmente válido, el tema nos remite al sempiterno debate entre predestinación y libre arbitrio.

 De familia originaria del país vasco, sus padres se habían instalado en Madrid, donde dieron la bienvenida a la naciente segunda república. En un entorno acomodado, sensible a las artes, cercano a la tradición educativa instaurada por Fernando de los Ríos, conoce una primera infancia libre de conflictos. En 1936 marcha con su hermana menor a disfrutar las habituales vacaciones en San Sebastián. El pronunciamiento los sorprende en el camino. Ya no hay vuelta atrás. Tardarán cuatro años en reunirse con sus padres instalados en Cuba. Confieso que la narración de Federico conmueve zonas recónditas de mi propio ser. También la historia —la segunda guerra mundial—  se abatió sobre mi y precipitó un cambio radical en el curso de mi existencia. Sufrí el desarraigo y, en cierto grado, un exilio con la pérdida irreversible de un paraíso. Decidí entonces anclar definitivamente en la isla. Para Federico, la idea del retorno se convirtió en deber y compromiso con la reconstrucción de la patria perdida.

 Otro hilo conductor de la memoria de Federico Álvarez recorre uno de los grandes dilemas de la modernidad, requerido de un replanteo en el mundo contemporáneo. Se trata de la compleja imbricación entre política y cultura, asociada a la del papel y a la formación del intelectual, especie que, para algunos, está apunto de extinguirse. El desmontaje del proyecto socialista europeo fue el detonante de mayor visibilidad al cabo de un proceso iniciado con la quiebra de los partidos políticos y la democracia burguesa, con la fuerza expansiva del mercado y con el dominio galopante del capital financiero transnacionalizado. El intelectual en ciernes va creciendo entre la concientización de una experiencia social concreta y la asimilación vertiginosa de lecturas diversas, todo ello fraguado en profundas convicciones éticas.

 En su exilio cubano, Federico Álvarez se hizo comunista. A pesar de la extensa solidaridad con la república española, evidente en las bases populares, en los sectores estudiantiles, en gran parte de los escritores y artistas y en un abanico político que involucraba a la izquierda y a representantes de diversos partidos, las instituciones oficiales escatimaron el apoyo a los refugiados, quienes no pudieron contar con la ayuda efectiva que abrió puertas en otros países de América Latina, provechosa inversión en capital humano con fructíferos resultados desde México hasta Argentina. Aquí se las apañaron como pudieron. Conocí a muchos de ellos, entregados a tareas de mera subsistencia. Solo la tardía fundación de la Universidad de Oriente viabilizó la el acceso a los claustros de la educación superior de personalidades radicadas en Cuba, como el penalista José Luis Galbe, el químico Julio López Rendueles, el pedagogo Herminio Almendros y el profesor de literatura Juan Chabás, entre otros.

 Por otra parte, a pesar de la dura lección sufrida con la derrota, los refugiados españoles trasplantaron al nuevo mundo sus diferencias y aún sus rencillas. El Círculo Republicano Español y la Casa de Cultura fueron expresión tangible de esas discrepancias. Federico se vinculó a la segunda nucleada en torno a los comunistas. Allí encontró modelos de conducta entre quienes se entregaban a los mayores sacrificios, incluido el de arriesgar vida, tortura y prisión al abandonar la seguridad del refugio cubano para incorporarse a la lucha clandestina en España.

 En Cuba, los exiliados alentaron agrupaciones políticas y culturales. Pero no formaron ghettos. Crearon extensas redes de relaciones con colegas y compañeros, tanto como en el natural transcurrir de la vida cotidiana. Federico cursó estudios en el Instituto Edison, escuela privada viboreña frecuentada por los hijos de la clase media liberal y, algo más tarde, en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana. De esa etapa datan sus primeras publicaciones en revistas juveniles. Luego, ingresó en la Universidad para cursar ingeniería con el ingenuo propósito de capacitarse para construir puentes y caminos en su país recuperado. En ese hervidero de ideas que comenzó algo más tarde, se produjo la conjugación entre su proyecto político personal y el intenso batallar de la Colina. Recuerda con nostalgia —yo también—  el breve espacio que separaba entonces la Facultad de Filosofía y Letras de las oficinas de la FEU, al fondo del edificio de Física.

 Ingresé en la Universidad un año después de la salida de Federico Álvarez hacia México. Al costado de la escalinata, el agitado vaivén seguía siendo el mismo. A través de los comités de solidaridad con las causas justas — lucha contra el racismo, por la independencia de Puerto Rico, a favor de la república española—  propiciaban el intercambio entre jóvenes de acá y de allá y entre estudiantes de distintas carreras. Se suscribían manifiestos y se organizaban marchas desde la escalinata. Walterio Carbonell, Alfredo Guevara y Manolo Corrales también fueron mis amigos. Sin embargo, algo había cambiado. En el tiempo que me tocó, el eje de las confrontaciones se situaba en el terreno de las ideas. La lucha entre grupos armados se había desplazado hacia la ciudad. En este sentido, el testimonio de Federico resulta de sumo interés al bordar una zona de nuestro devenir histórico poco estudiada.

 Ante todo, la palabra está al servicio de la verdad, esa utopía siempre perseguida que nunca llega a revelarse plenamente en su integralidad y en sus matices. La visión de los hechos se modula según las miradas diferentes y sucesivas. Objetivos en apariencia, los documentos, desgajados de los contextos, responden a los dictados del poder hegemónico que legislan y establecen las normas y valores éticos de la sociedad. Los testimonios suelen estar sesgados por el lugar en el que se sitúa el emisor. Federico contempla el pasado despojado de rencores, al cabo de un largo recorrido político y cultural. Nos deja, además, una visión auténtica del exilio español, componente inseparable de nuestra propia historia.

Fuente: CUBARTE
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